Los medios llenamos páginas dedicadas a este Vía Crucis de campaña con estudios sobre la calva de Rubalcaba y sagaces artículos de comunicación no verbal. Se trata de convenciones que van construyendo el relato sobre qué es lo político y lo relevante en unas elecciones. Pero mientras todo esto pasa, otra engrasada maquinaria del Estado democrático, la maquinaria represiva, se dedica también y sin descanso, a limitar y dejar bien clarito qué es lo que se permite y qué se castiga en una campaña. Me refiero, claro está, al indignante escándalo que supone la imputación de Esther Vivas, candidata por la lista de Anticapitalistas y denunciada por los siempre eficaces Mo-ssos, a raíz de una acción pacífica en la sede de CatalunyaCaixa el pasado día 8. Pero, más allá de las consideraciones enfadosas sobre la Policía, aquí aparece de nuevo el debate sobre el límite de lo político. O, lo que es lo mismo, el límite de nuestras supuestas libertades.
Muchos consideran que el neoliberalismo es una doctrina económica basada en el realismo que siempre se le supone al avaricioso. Pero no es cierto. El neoliberalismo es una doctrina utopista cuya principal arma de acción no se encuentra precisamente en el bono griego. El proyecto neoliberal se basa en el lenguaje. Desde los tiempos en que Leo Strauss formase los primeros cuadros de la revolución conservadora, el terreno de combate ha estado en los conceptos. Ante la pregunta general de por qué la gente no se subleva frente al atraco a pleno día de la crisis, se puede argumentar: porque nos creemos sus palabras. Hacer los deberes, austeridad, productividad, etcétera. Son frames, conceptos, que despiertan en nosotros, después de 30 años de machaque mediático, una especie de sueño hipnótico. Uno de los conceptos-somnífero más potente es el de lo legal. Lo legal se ha convertido en un ensalmo, en una sopa en la que es lo mismo saltarse un Reglamento de Parques y Jardines que robar a un pensionista.
Palabras que adormecen
Cualquier acto ilegal, y más si es político, queda fuera del debate de las ideas sin considerar la justicia de su mensaje. Otra palabra es: democrático. Vive igualada a plebiscitario y está despojada de su esencia primera: la protección a la minoría y la sanción efectiva al poder. Y la tercera, lo político. Supeditada a las dos primeras, el acto político se restringe a la mera búsqueda del voto. Por eso se niega a la acción de Anticapitalistas la condición de política, en tanto que ilegal aunque pertinente. Hoy en día, interrumpir el trabajo de unos administrativos que se dedican a dificultar el acceso a la alimentación de miles de personas, se considera violencia. Hablo, claro está, del Depósito 100% Natural de CatalunyaCaixa, dedicado a la especulación internacional con alimentos y que formaba parte de los objetivos de la acción. El caso Vivas es pues, un ejemplo de cómo las palabras nos adormecen. Y de cómo el gesto colectivo, a veces, consigue despertarnos de esta modorra capitalista.
Y ahora, espero que me disculparán si abandono la ecuanimidad a la que me obliga el oficio, y expreso mi cordial simpatía por los Anticapitalistas. Más allá del programa y de sus acciones, candidatos como Miguel Urbán, guapetón y ponderado, y Esther Vivas, toda optimismo y perseverancia, le dan a uno la esperanza de que el capitalismo estará desmontado antes de la Inmaculada, semana arriba semana abajo, según como vaya el puente de la Constitución. Y es que un servidor admira especialmente esta estirpe de militantes a la que pertenece Vivas. Despojadas de toda ensoñación y nostalgia utópicas, combinan la alegría más spinoziana con una eficacia digna (perdón) de un broker de Wall Street.
Finalmente. Estaría bien que aquellas candidaturas que se arrogan el espíritu de las calles y proclaman su hastío por la escena partidista, hiciesen un gesto potente de solidaridad con Esther Vivas y de protesta brutal a la represión de lo político. No sé, un boicot a la campaña, una acampada colectiva o una huelga de Nespressos En fin, solidaridad con Esther Vivas (y con todos en general).
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